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lunes, 19 de enero de 2009

El taxista enamorado, Lucía y los hombres del traje gris


No he podido evitarlo. Y mira que me da vergüenza reconocerlo. Cuando ellos se han montado en el taxi, yo todavía estaba en una nube.

Recuerdo una vez siendo niño. Estaba sentado en la rama de una higuera, recogiendo y comiendo higos maduros, dulces y robados. Envuelto en ese placer clandestino, íntimo, dulce y atemporal de las cosas que no compartes con nadie pero que hace mucho tiempo que soñabas con alcanzar. De repente la rama se rompió y, casi sin saber cómo, en menos de un segundo estaba en el suelo. Más sorprendido que dolorido, con la sensación de placer aun tan viva que casi no era capaz de comprender que estaba en el suelo, de sentir el dolor.

Así estaba cuando han entrado ellos, se han sentado en el asiento de atrás y han dicho "al aeropuerto, por favor", como tantas otras veces me ha sucedido. Eran dos hombres jóvenes, no sé cómo de jóvenes, pero estoy casi seguro de que podrían haber sido mis hijos si la historia que acababa de revivir hacía unos minutos hubiera llegado a buen puerto.

Dos hombres normales, fáciles de confundir con los miles de ejecutivos de traje oscuro y corbata discreta que he llevado al aeropuerto desde hace más de veinte años. Sin embargo, tengo la impresión de que no los olvidaré nunca. Quizás olvide sus caras. Además no conozco sus nombres, ni dónde viven, aunque imagino que en Madrid. Casi ni recuerdo sus voces, pero creo que los recordaré siempre de una forma especial, porque son las primeras y únicas personas que saben que la amé y que aun la amo. Que sigo enamorado de ella como sólo puede estarlo un niño que está descubriendo los sentimientos y las pasiones, de esa forma incondicional y tan intensa que parece que no deja hueco en tu vida para nada más.

No he podido evitar decirles, después de pedir perdón por hacerlo, que hoy he vuelto a verla. Que ella es el amor de mi vida. Que la quiero desde hace casi ya cincuenta años. Que no he podido dejar de pensar en ella, ni un solo día, desde aquellos del verano de mil novecientos cincuenta y cinco. El verano que ella pasó con su familia en el pueblo de la costa en el que yo nací y en el que mi padre tenía la única panadería.

Les he contado que ella era una bonita niña de Barcelona, que empezaba a ser mujer, a sus, imagino trece o catorce años y que yo era el adolescente soñador que le entregaba todos los días el pan a la puerta del piso de la playa que habían alquilado para pasar aquel único verano.

Era algo que hacía todos los veranos desde los diez años, pero ayudar al negocio familiar en esos meses siempre había supuesto una tortura para mí. Tímido por naturaleza, prefería pasear por los acantilados, lejos de la playa llena de bañistas llegados de Barcelona, o subir a la azotea de nuestra casa y pasar las horas muertas mirando el horizonte y soñando con viajar, con huir de este pueblo y recorrer el mundo como los héroes de los relatos que tanto me gustaba leer cuando no estaba soñando. Recuerdo que lo único que no entendía de esos relatos era el empeño que tarde o temprano tenían todos los héroes por acabar en brazos de una mujer. Me costaba imaginar por qué casi todas esas historias tenían que acabar en matrimonio con la chica rescatada.

Aquel primer día lo entendí todo. El mundo se hizo distinto a partir del momento en que ella abrió la puerta. Ella era la princesa de esos relatos. Ojos azules, cabellos dorados revueltos, enmarcando una sonrisa tan dulce que todavía hoy me hace sonreír y me estremece de angustia y placer al añorarla. Entonces entendí, sin saber que era lo que me estaba pasando, lo que hacía que los héroes volvieran siempre al puerto aunque el mar estuviera lleno de aventuras y camaradería, de secretos y tesoros. Descubrí que había miradas que te hacían temblar de miedo y placer a la vez. Que podías sentirte insignificante y capaz de comerte el mundo al mismo tiempo. Que todo era posible y que los sueños existían. Que respirar podía llegar a resultar muy difícil cuando tienes un agujero en el pecho y el corazón golpeando dentro de él con una fuerza hasta entonces desconocida.

No sé cuantos minutos pasé allí delante de esa puerta abierta, de aquella muchacha que, a partir de ese momento iba a ser algo inseparable de mi mismo.

Cuando al fin conseguí decir algo, balbuceé algo incomprensible, le entregué el pedido que habían hecho y me di la vuelta a todo correr para evitar que viera mi cara que, a la fuerza, tenía que reflejar aquel terremoto que yo había sentido dentro de mí.

A partir de ese día y durante los casi dos meses que pasaron allí ella y su madre, acompañadas algunas semanas por su padre, repartir los pedidos fue para mí el mayor de los placeres, el reto más heroico, la aventura más gratificante. Cada día me acercaba a su puerta con el corazón alborotado, pero, poco a poco, fui consiguiendo dominarme y disfrutar más del momento. Hasta conseguí entablar alguna conversación trivial sobre el clima o las actividades veraniegas del pueblo, que comenzaron a interesarme sólo para poder tener algo de lo que hablar con ella, mientras le entregaba el pan e intentaba de forma furtiva rozar sus dedos.

Ese año también empecé a ir a la playa, sólo para espiarla de lejos, para verla pasear hasta el agua, nadar un poco, y volver a salir del agua. Allí, además del amor, descubrí el sexo como parte del amor. Tumbado boca abajo en la arena, sentía, avergonzado al principio y mucho más relajado unas semanas después, como una fuerza incontrolable tomaba el control de mi sexo y lo ponía duro como jamás pensé que pudiera llegara estar. Confieso que ya había tenido antes alguna erección, pero eran cosas aleatorias, sin una relación clara entre causa y efecto. Erecciones espontáneas mientras dormía, que la educación religiosa y represiva de aquellos años, me hacían percibir como algo sucio y feo.

Aquel año, en la playa, intuí que el sexo también podía estar unido a la belleza, que no era incompatible con la adoración y que, incluso, ganaba si se mezclaba con el amor.

Ese verano, la vida empezó a tener otro sentido para mí. Aunque no llegué a acercarme a ella en serio y limité mi contacto a esa entrega casi protocolaria del pedido diario, por culpa de ella decidí muchas cosas que han hecho que llegue a ser lo que soy, que hoy esté conduciendo este taxi en Barcelona del que se acaban de bajar esos dos hombres hasta ahora desconocidos y que creo que empezarán a estar unidos en parte al recuerdo de ella.

Ese año decidí que mi gran aventura iba a ser ir a vivir, como fuera, a Barcelona. Renuncié a seguir con el negocio familiar una vez que mis padres se jubilaran y han sido mi hermana pequeña y su marido los que han mantenido abierta la vieja panadería de mis padres hasta hoy mismo. Tan pronto como me fue posible, huí tras ella, contra el criterio de mis padres y ganándome su incomprensión hasta el mismo día en que se murieron, sin saber por qué lo había hecho. Todavía hoy, mi hermana sigue considerándome un poco raro y, aunque ya me ha perdonado, sigue sin entender por qué después de hacer la mili, por suerte en Barcelona, aproveché que había aprendido a conducir allí para quedarme trabajando de chófer, primero de camiones de reparto y con los años y los ahorros para comprar coche y licencia, de un taxi con el que me puse a recorrer la ciudad, con el único objetivo de encontrarla algún día y confesarle mi amor.

Desde entonces he hecho muchos kilómetros, tenido algunas aventuras pasajeras con mujeres de las que nunca llegué a estar enamorado y leído muchos libros, ya que es a lo que dedico esta vida solitaria cuando no conduzco, a leer todo tipo de libros, especialmente novelas. Leo en las bibliotecas. Leo los libros que se olvidan en el taxi. Leo libros que compro de forma compulsiva y desordenada en los puestos callejeros. Creo que puedo decir que he sido feliz y que, aunque no llegué a vivir mi historia de amor con ella, he vivido muchas otras en los libros en los que confieso, también he ido siempre buscándola.

Ya no queda casi nada de aquel adolescente que se enamoró perdidamente de ella, pero hoy, cuando se ha subido en mi taxi, tras casi cincuenta años, no he podido dejar de sentirme como aquel adolescente que fui. He esperado a que hablará para que su voz me confirmara que lo que yo había creído reconocer en esa señora madura, no era una más de las múltiples percepciones equivocadas que he tenido durante todos estos años.

Y su voz me lo ha confirmado.

Debajo de las arrugas, de ese aspecto elegante, pero similar al de muchas otras mujeres de clase media de esta ciudad, yo había visto los rasgos de la muchacha que una vez fue y su voz seguía conservando ese timbre inconfundible, especial. Mi corazón ha dado un vuelco de nuevo, como aquel día, y por unos segundos he pensado que me iba a dar un infarto e iba a morir allí mismo, delante de su mirada horrorizada. Afortunadamente he conseguido comportarme como una persona civilizada.

Nunca llegué a saber su nombre, aunque cuando escuché por primera vez a Serrat cantar "Lucía", decidí que ella era mi Lucía y, para mi mismo, empecé a llamarle así. Hoy he estado a punto de llamarle Lucía y después le he contado que yo era originario de mi pueblo; y que allí repartía el pan los veranos; y que creía que ella era una muchacha que había pasado allí un verano; y que yo la llevaba el pan todas las mañanas. Ha tardado unos segundos en recordarlo o, al menos, en decir algo. Quizá estaba tan sorprendida que no sabía qué hacer, ni qué pensar. A lo mejor a llegado a pensar que yo estaba loco. Pero después de esos instantes de desconcierto, he notado en sus ojos reflejados en el retrovisor y en el timbre rejuvenecido de su voz, que volvía a aquel verano de su adolescencia. Quizás, como a mí, le ha parecido que este día gris de ciudad recuperaba algo de la luz ingenua de aquel verano, de ese tiempo muerto y muy vivo a la vez de los veranos de la infancia y adolescencia.

Ella ha estado muy correcta. Me gustaría poder decir que ella, sin poder retener unas lágrimas, me había confesado que ella también me amaba y que nunca me había olvidado después de aquel verano. Pero la vida no es así. No es fácil hacer coincidir a más de un loco al mismo tiempo en un taxi y hoy ese papel estaba reservado para mí. Creo que sí que puedo decir que no mentía cuando me ha dicho que sí me recordaba; y que también era sincera la actitud cariñosa y nostálgica con la que escuchaba mi historia. No me engaño y sé que cuando me ha dicho que el local delante del que nos hemos parado, una confitería elegante y clásica, era suyo y que allí podía encontrarla si necesitaba cualquier cosa, estaba simplemente siendo amable, quizás abrumada y un poco asustada por una adoración que ella no había solicitado ni esperado.

Al llegar a su destino, cuando me he negado a cobrarle la carrera, ella me ha dado la mano y he notado que la dejaba ahí más tiempo de lo normal, como dudando, antes de tirar suavemente, pero con firmeza, para acercar mi mejilla y depositar en ella un beso ingenuo, infantil y maternal al mismo tiempo.

Mi historia con ella ha acabado, esta vez creo que para siempre, de la misma forma que empezó. Me he vuelto a ruborizar y, al final, he olvidado preguntarle su verdadero nombre, arrancando un poco bruscamente mientras ella se alejaba, casi huía, creo que esta vez también un poco avergonzada de su atrevimiento.

Para mí seguirá siendo Lucía, la que nunca he tenido y la que perdí.

Es curioso, tantos años esperando a que suceda algo y tiene que suceder cuando ya había tirado la toalla. Hace poco más de un mes, cuando cumplí los sesenta, decidí de forma solemne que esto era una estupidez y que ya estaba bien de seguir persiguiendo el mismo sueño desde los quince años.

Luego se han subido ellos dos al taxi. Hemos llegado al aeropuerto, pero no sabría decir que trayecto hemos seguido, ni si había tráfico o no. Supongo que los años de profesión sirven para algo y el piloto automático ha hecho su trabajo. Mientras tanto, yo sólo podía pensar en ella y en lo que me acababa de pasar.

Ahora estoy en mi taxi, a una orilla del camino, completamente desorientado. Hace unos minutos, tal vez muchos, que estoy aquí sentado, sin saber qué hacer con mi vida. Mezclando la alegría de haberla vuelto a ver con la certeza de que éste es el final.

Todavía quiero a esa muchacha que conocí, aunque no estoy seguro de poder seguir amando a esa señora que he visto hoy»

...

2 comentarios:

  1. Lo confieso: me he copiado a mi mismo y este texto está extraído de mi otro blog. Es parte de un post, ligeramente reelaborado, que publiqué allí en mayo de 2008 Lucía y los hombres del traje gris

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  2. Preciosa, tierna, delicada y evocadora.

    Nana

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